IslaSantaMariaCulturaDigitalblogspot.com FUNDADOR-DIRECTOR: FRANCISCO MEDINA CARDENAS REGION DEL BIO-BIO CHILE 2011 eMAIL: franciscomedinacardenasescritor@latinmail.com
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MONOGRAMA DE LA ISLA SANTA MARIA
Investigador: Francisco Medina Cárdenas
Derechos Reservados
INTRODUCCION
VESTIGIOS AMERICANOS EN
Antes de iniciar la génesis de Leochengo como la denominaban los mapuche lafkenche a
La penetración a Chile de estos pueblos primitivos se llevó a cabo desde 12.000 años atrás hasta hace 2.300 años. Este período de actividades humanas nómades se conoce con el nombre de Pueblos Preagroalfareros. Luego, al desarrollar características sedentarias estos grupos humanos se dedicaron a la caza, la pesca y la recolección echando las bases para el segundo período cultural denominado Período Algroalfarero. Está referido a nuevas técnicas revolucionarias y culturales de los pueblos de Mesoamérica, creándose para ello la denominación de América Nuclear para las altas culturas americanas.
La antropóloga Grete Mostny apunta con cierta exactitud que “hace 11.380 años un hrupo de hombres estaba sentado alrededor de una fogata a orillas de la laguna de Tagua Tagua. La jornada había sido propicia, pues habían logrado cercar y matar en la ribera fangosa del lago a un mastodonte joven. Lo habían descuerado con sus cuchillos de piedra y ahora lo asaban, ensartando en palos grandes trozos de carne. El fuego les daba calor en estos días fríos de las postrimerías del último período glacial y un mastodonte no es una presa que se cazaba todos los días”.
LA ISLA SANTA MARIA Y SU HISTORIA
A Chile como país austral rodeado de montañas y océano se le aplica la característica de “pueblo isleño”; singular propiedad porque de las casi 6.000 islas que conforman nuestras costas del Pacífico son muy pocas las que realmente están habitadas. Por este tamaño geográfico debiéramos ser una nación de origen marino, pero nos atraen las tierras que están lejos del mar o los cerros porque son verdaderos faros frente a algún fenómeno natural. La historia regional nos demuestra que hubo tres islas netamente araucanas:
Respecto a los navegantes holandeses, más allá del pillaje, éstos trataban de consolidar una base del poder holandés en el Pacífico frente al dominio español. Les llamaba bastante la atención la defensa heroica de los nativos “con tan pocos instrumentos bélicos podían enfrentarse a la enorme maquinaria de guerra de los hispanos”. Algunos de estos navegantes buscaron alianzas y diseñaron estrategias militares junto a los mapuches, luchando codo a codo con ellos como fue el caso de los aborígenes de Chiloé; transportaron araucanos e indígenas fueguinos, específicamente selk’nam u onas, para entregarlos en Europa “la cultura del hombre civilizado”, otros holandeses se quedaron viviendo entre ellos transformando algunas tribus asentadas en Valdivia en indígenas rubios, etc. El araucano veía con buenos ojos a estos hombres porque no los esclavizaba, al contrario, les enseñaban sus derechos como personas, pero con el paso del tiempo la situación tuvo algunos reveces importantes, el alto costo monetario de estas travesías continentales debían ellos mismos generarlo. En efecto. Urgentemente necesitaban el oro del Potosí y en Chile hurgaban ya sin disimulo los lugares auríferos y eso fue deteriorando la confianza de los indígenas –a ellos poco entusiasmo les provocaba el valor del oro y la plata-, ya que el detonante fue porque los holandeses mostraban ambiciones muy similares a los españoles.
Los mismos piratas y corsarios que recalaban en las Guapi Mocha o Juan Fernández, lo hacían en
Sus grandes paisajes naturales cautivan por sus bellos claroscuros de las tardes asoleadas que trajinan los caminos y las calles de Puerto Norte y Puerto Sur. En las noches de plenilunio sentimos el grito lastimero de la ventisca como si quisiera contarnos sus milenarios juegos en la cresta de las olas, en las ramas de los árboles del borde costero, sobre los techos de las viviendas, salpicando a la tierra con su fuerte aliento para emborrachar sus finos huesos.
Y en las playas el sabor salobre del aire nos envuelve el rostro con su marea de ricas sensaciones trayendo recuerdos de la infancia. Y nos atraen los hermosos tentáculos de los cochayuyos salpicando la euforia de las aguas que arman el tiempo del universo.
O curioseamos alrededor de las caletas llenas de colores y de alegres murmullos entre los hombres sudorosos mientras bajan las redes repletas de merluzas, cojinovas y róbalos y las mujeres con sus bolsas llevando congrio para el caldillo de las mañanas o media docena de locos para las exquisitas empanadas y alguien hace una oferta para la sierra asada con papas cocidas y varios discuten entre una porción de piures con cebolla y cilantro, cholgas con longaniza y pollo, o machas con pebre picante o salpicones de choritos con ají y después de volverse lentamente ascendiendo el abrupto acantilado.
Y en la atractiva roca lobera los machos refunfuñando historias amorosas y otros que parecen muy pensativos van arrastrando sus enormes pellejos y las hembras con sus vestidos color canela y sus zapatos de moda hacen sus advertencias domésticas echando sus cabezotas de un lado para otro mientras sus pequeños lobos sobre las piedras mojadas contorsionan sus cuerpos, son sus juveniles hijos disfrutando de un juego interminable.
O en los días de lluvia el fogón con sus carbones ardientes o la estufa a parafina o a gas licuado y la vida tranquila de la familia isleña y el agua de los cielos golpeando tantas historias y heridas en nuestros oídos y afuera los insólitos graznidos de los albatros, cormoranes y de las gaviotas y pollitos de mar y danzan sus alas como valses de invierno.
Culturas con cierto grado de influencia incásica. Aunque los ejércitos del general Calicuchima bajo la tutela del soberano Inca Huayna Cápac en 1520, nunca pudieron cruzar el río Bío-Bío por la pertinaz resistencia bélica de los pueblos araucanos; este supuesto predominio en las formas artísticas se debe a la constante presencia de los indígenas peruanos llamados yanaconas que acompañaban por miles a los conquistadores españoles.
SIGLO XVI* En noviembre de 1578, en la pequeña rada o ensenada isleña estuvo el corsario inglés Sir Francis Drake.* Asimismo, el 15 de marzo de 1587, de la misma nacionalidad, el corsario Thomas Cavendish, ingresa a aguas isleñas.* En 1598 aparecieron en la bahía cinco naves corsas holandesas “más de 200 tripulantes habían muerto de escorbuto”. El capitán Baltasar de Cordes, con su nave “De Trouw” logró hacer un trueque de víveres con los aborígenes de
* * * * * * * * *
PROLOGO
Si hacemos un cierto estudio de autores con producción literaria a nivel de las “Islas Chilenas”, quizás sea el Archipiélago de Chiloé la que cuantitativamente se destaque en primer lugar, luego está Rapa Nui o Isla de Pascua, en seguida el Archipiélago Juan Fernández o Róbinson Crusoe para terminar con las Islas Australes, entre ellas,
Las estadías múltiples del autor en cuestión en suelo isleño trajo aparejado su explosivo entusiasmo por mostrar a
La obra Los Prisioneros de
Creemos que un mejor diseño en la materia episódica daría para implementar un trabajo de mejor aliento, vale decir, focalizar líneas ambientales e incrementando los escenarios para realizar el armazón de una novela que pueda caracterizar los objetivos naturales de la evolución folclórica del hombre isleño y su filosofía existencialista.
Esta manifestación del relato persigue de alguna manera una línea indigenista –individualizando en la línea creadora a la etnia lafkenche- para descifrar las muchas interrogantes que giran en torno a lo telúrico con un propósito que podríamos decir justiciero, ya que la ciencia de la paleoantropología nos demuestra precisamente que sus primeros habitantes fueron indígenas que se movilizaban en primitivas embarcaciones entre la isla y el continente.
Sería muy conveniente que las autoridades del Ministerio de Educación a través del Fondo de Desarrollo de las Artes y
Para finalizar, esta dimensional escena isleña en donde un autor entrega sus primeros frutos, podemos explicitar entonces con los instrumentos del análisis crítico que Los Prisioneros de
Asimismo, tiene una franja identificatoria con lo vernacular, maravillosa actuación del espíritu, formando un cuerpo sólido y refulgente frente a lo mágico del universo indígena cuyo magma azul se desarrolla con la fuerza de los cantos intimistas y el kültrún un tambor con las facetas del mundo portando con su música misteriosa para transformar con las armas del corazón a las voluntades de los hombres y así puedan reconocer el lenguaje sagrado de los dioses interpretando luego la oralidad infinita que ejerce el mapudungún en relación a la tierra como una atracción importante para el hombre escritor, ese ser que anhela cualificar a las aguas como el centro de todos los conocimientos.
GERMAN BACHELET ANGUELLOTTI
Santiago, junio de 1996.-
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CUENTO ESCRITO UN DIA EN LA NOCHE CUANDO...
LOS PRISIONEROS DE
(relato isleño)
Autor: Francisco Medina Cárdenas
La lluvia con su paso de baile semeja un labio bordeando el continente, ya ha caído sobre la tierra y los árboles del tramo costero durante varias horas y ahora su martillo helado abraza al pobre y triste Anticheo como si fuese un laberinto perpetuo una dos muchas veces y con su lengua letal y traposa tenazmente lo envuelve junto a sus peligrosas ideas fijas. Dicen que es el agua del cielo saciada de impurezas que se sacude las bestias y los pecados de los hombres. Simplemente es el agua del cielo de
Hola, Anticheo...! ¡ah, qué descuido el mío!, si, les presento a Anticheo, un hombre famoso y controvertido. Anticheo es el protagonista de nuestra historia. Ahora el está terriblemente preocupado y otea como drásticamente disminuye su cuerpo como una oruga de mosca en el revolute del tiempo entre destellos amarillos, azules y tiene unas terribles heridas entre la ascendente huella de sus huesos blancos... Ese día Anticheo y los otros presidiarios desde hace un largo rato cansados y aburridos se aconchan tras los barrotes carcomidos por los orines del tiempo observándose en cámara lenta sus propios dolores.Sus panzas y agonías sicológicas parecen desconocerlos porque entran y salen en medio de los imaginarios espejos colgados de los barrotes. (Nuestros innumerables hijos y parientes que viven en las ciudades de Coronel, Lota y Talcahuano nos hacen visitas periódicas y está demás decirlo que los colegas presidiarios que nos rodean también son nuestras familias por un extenso período...) Vieran ustedes, amigos lectores, como transcurren nuestras pesadas vidas en el presidio de
Por favor, tráigame un sanguche de mortadela con queso y mantequilla; él desea una cazuela de pescado; a mi compadre le encanta el caldillo de congrio...aquí tiene su sierra asada con papas cocidas...tengo de menú tallarines con cebolla frita y salsa de tomate. Risotadas. Anote cocinero, anote. También traiga ají verde, mostaza, servilletas, tres café, pan francés, hallullas o marraquetas, cuatro té, dos aguas de matico, una de bailahuén y la otra de borraja. Todos se sonríen comentando el recetario antiguo para el dolor de muelas y combinan el clavo de olor, la yerba de la culebra, los polvos del hollejo interior del huevo, la infusión de romero con vino, el betún de zapatos que se introduce en la cavidad molar o el Vinagre de los Cuatro Ladrones. Ahora es el picante olorcillo de yodo en el solado. Ellos echan en la balanza de los sueños tener luz en sus casas para el tocadiscos, el televisor Antú y para otras cosas bonitas que han visto en Concepción; otros pesan el problema del agua potable. A otros les gustaría tener una pequeña pista de aterrizaje para las avionetas, igualita a
Bueno, amigos, atención, pidamos un vino de la casa y observan como flotan sus pasiones en el camarote; ya pues, hombre, juega, yo apuesto mil y sueltan la risa con tanta simulación, oye que sea un tinto y echa un eructo con todas sus fuerzas, permiso que voy al baño a... A Anticheo le cuesta ubicarse entre los planos de ese conocido bar en el continente y la cárcel isleña en Puerto Sur. En ambos recintos durante el día permanecen sus puertas abiertas para la libertad pública o la reclusión etílica. Cuidado. En estos instantes todo está en un silencio espeluznante, recién el encargado ha tocado el pitazo de buenas noches. El ruido de las polillas cosquillea en los oídos y el desgarro de los brazos del mar abulta el corazón. El guardia de la torreta está fumando con tanta pasión mientras piensa en su mujer allá en Lota y ese día del lío grande en el penal su madre enfermó gravemente. Recuerda las historias de piratas que le han contado sus colegas. Si, en su memoria aparece un tal Vicente Benavides, era horrible ese hombre, asaltaba las naves que atracaban en el fondeadero isleño asesinando a mansalva a las tripulaciones.Sí, capitán, yo no descubrí absolutamente nada. No sé como no pude darme cuenta a tiempo. El preso acaba de escapar por el forado de un pequeño túnel. Anticheo nerviosamente desde abajo logra distinguirlo paseándose con su carabina en la torreta del techo. Grandes tentaciones experimenta de hacerle una burla como desafío a lo imposible. El gendarme mira hacia la gran boca oscura como si algo lo atrajera y le sonríe a los contrastes de las sombras. El bar coronelino está lleno, él por un lado y en un grupo reconoce a varios presos. Quizá Anticheo se distinga de todos por su educación indígena, piensa él. Ahora tiene más claro como se conocieron. Anticheo, te presento a Felipe, mi novio, le dice su hermana. Apura las piernas pero no logra sacarlo de su mente. Su cuñado y él son de cara casi idénticos. Oye Anticheo, a tu hermana la quiero mucho, quizá me case pronto. El desde abajo continúa huyendo, no sabe si de las remembranzas o desea una embarcación, en ciertos momentos se detiene pensando en Felipe que se encuentra en la otra trinchera. ¿Por qué habré muerto a ese fulano? Se ha preguntado muchas veces. Ahora la situación está convertida en un tremendo dilema, a lo mejor entrarán en sospechas, claro infundadas. No sé que irá a contecer. Y entre las estrellas y el ulular de la alarma el guardia continúa con sus evocaciones llegando el día... Después los azules átomos de vida que penden de la estructura molecular de
De improviso percibe que raspa la tierra un cuchillo gigante y entre los surcos de la hoja toledana corre espantosa la sangre roja como una guinda. Igual a ese vestido tan antiguo de mi hermana. Oye, en estos instantes es la de un relámpago en el cielo, la lluvia empegotándole siniestramente el pelo. Supiera usted como chirría esa cosa iluminándose toda la isla del Pacífico. Millaray su mujer lo mira detenidamente y entonces un escalofriante chillido casi sobrenatural se hunde en la piel blanca del mar. El de inmediato frena su fuga y una seguidilla de truenos retumban en la atmósfera. A Anticheo lo abrazan casi sin dejarlo respirar chorros de nubes negras. En sus ojos indianos la extraña y latiguda tierra que parece apoderarse de ellos mismos pero en su terror distingue el interior de un palacio imperial igual a una postal que compró el otro día en un puesto del Mercado de Coronel: ”en una galería de mármol descubre rosas de bronce y una cabeza de mujer decorada con ónix y con tres o cuatro ramas llenas de copihues y en la frente lleva una pequeña estrella de topacio”. Anticheo se sorprende en una escena cuando era adolescente haciendo indagaciones de sus ancestros y las travesuras germinan por cada vericueto del patio. Hoy día el tumulto de átomos con
Los charcos y sus fuentes pictóricas de lodo se eternizan entremedio de los tumefactos párpados de los parientes. Cada uno tira de su lado para involucrarlo en sus cuitas. Los sureños, ya sean los de lazos consanguíneos por parte de padre o los vinculados a la madre naturaleza, ellos se hacen mil preguntas referidas a lo que podría haber pasado en ese esquema de uniones familiares. Los norteños sin poder contenerse o simplemente a escondidas se regocijan demostrando con su filosofía muy peculiar que así tendrán la ocasión de experimentar el sentimiento impetuoso de la muerte. La lluvia parece muy atenta a sus pensamientos, sus blancos y soterrados pétalos de agua conversan de mil maravillas y hacen grandes planes futuristas en el enorme paisaje campestre, sus transparentes nalgas llenas de intersticios chicotean y escupen a cuántos se les ponen por delante. El entorno de sus vegetales verdes deambula por los cuadros de nubes rojizas asemejándose a coches funerarios con el conductor de sombrero de tres picos y un cordel de látigo en la mano derecha o a pajarracos llenos de música y luego estalla una invisible ventisca adolorida por el bramido de las aguas del marAnticheo sudoroso y con un frío agobiante, duro, penetrante y cautivador, escucha algo desde algún punto preciso de
ya, ya, ya, ya, que viene, que viene el alma, el alma de abajo, que viva el pensamiento quedice, y ella lo dirá: así como terminó porque la tierra no bailaba. Desde lo alto y allá arribael “rico del agua que corre” me ha hecho médico y médico para que yo alcance lasalturas, iré a la danza, a la danza, iré, voy, sí. Subo y subiré a la tierra de arriba...
A la mente de Anticheo le llegan lo que aquella vez distinguió la proeza aérea que el co librí macho ofrecía a la hembra: “sostenido en sus trémulas alas oscila ante ella en arco aéreo como péndulo, atrás, adelante, abajo, arriba... aleteando setenta y cinco veces por segundo. Cada vez con mayor apasionamiento sigue desarrollando su silencioso canto de amor y eleva más y más los dos extremos del arco de su vuelo hasta que súbitamente asciende en línea recta unos veinte metros hacia el cielo y se detiene en la altura por un segundo, luego se lanza hacia tierra en furioso descenso lírico que corta milagrosamente para quedarse parado en mitad del aire, exactamente a la altura de la diminuta hembra que lo observa desde la rama donde está posada, queda revoloteando sostenido en sus alas zumbadoras esperando una señal, algo amoroso de su compañera... Como despertando Anticheo recobra el metálico sonido de la machi y él contagiado se divisa haciendo la misma danza mágica avanzando a pequeños pasos moviendo la cabeza de un lado al otro, ruido de palos y gritos cada vez más fuertes y entonces todos esperamos la llegada del misterioso espíritu.
Ya, ya, ya, ya. De danza en danza bailaré, sí, bailaré, dedanza en danza, siempre haré así, haré siempreasí de danza en danza, lo haremos lo haremos así, con estas piernas, conestos brazos, sí, sí, si, sí.
y el kultrún locamente CAnta y CANta y sigue y cAnTa, es la voz de las almas que danzan alegorías, y el palillo en la mano izquierda de la machi araucana transmite los mensajes desde las regiones celestes y el tamboril enloquece con sus hierbas medicinales y plumas de aves que parecen cobrar vida propia y el ruido pegajoso y brutal de las llankas y likanes de colores y entonces aquella hechicera invoca a Pilláñ en el rewe del monte de los espíritus y entre los sonajeros de wadas y cascahuillas estallan trozos de maqui y canelo y dos hileras de cántaros rituales llenos de mudai y un altar recibiendo en viejos platos de madera la sangre de los corderos entre los cuatro mundos superiores del universo...
Para Anticheo ya exhausto por el salvaje galope de los caballos cerca del acantilado el penal se asemeja a las bestias de su carreta. En el boliche coronelino continúan divirtiéndose alrededor de un metro cuadrado de cerveza. Uno de los paisanos llamado Catrileo echando risotadas por todos sus poros les refiere una historia que le fue narrada por un patrón de barco en Talcahuano:”un excéntrico millonario inglés que vivía en el Santiago Colonial de endemoniado humorismo, construyó en su casa una habitación invertida. Sillas, mesas, la alfombra y los demás muebles estaban atornillados al techo. Ventanas simuladas, cuadros y brazos eléctricos dispuestos a la inversa adornaban paredes y la base de la puerta hacía ángulo recto con el techo. Del centro del suelo se elevaba en el aire una gran lámpara de cristal. La broma favorita de este curioso personaje era hacer beber a sus invitados hasta que se cayeran al piso de borrachos, después los transportaba con la ayuda de un criado a la extraña habitación y dejarlos allí tendidos junto a la lámpara. En la mañana miraba por un agujero sus reacciones. Las víctimas después terror inicial se agarraban a la lámpara o intentaban trepar por las paredes asiéndose a los cuadros y brazos eléctricos”. Risas y más risas y daban brincos como títeres Oye, Catrileo, convídame un pucho! Chancho cuatro... -grita alguien- no, no, ya no es chancho cuatro... –es otra voz- ahora se trata de los dados que suman cuatro, dados tan blancos como los blancos rostros de los jugadores. Se aceptan apuestas de a mil pesos, exclama un contertulio. Anticheo revuelve su cabeza con muchas cosas. Esa mañana... si, esa mañana de viernes alguien tuvo que morir en el motín del mediodía. Las puertas como es habitual estaban abiertas al mundo. Nadie sospechaba de una situación de esa envergadura. Se trataba de Manquemilla, buen chato, amigo de sus amigos pero algo le sucedió esa mañana al pobre hombre, quizá alguna mala noticia de parte de su mujer que lo fue a ver, las malas lenguas apuntan a un tal “patas negras” que la visita en su ausencia. Al otro día en los baños armó una enorme camorra con varios internos porque éstos comentaban los trajines de
Murió al primer balazo, dijo el jefe de los gendarmes, el segundo y el tercero rozaron un ventanuco y una vez que se hubo sentado extrajo de una carpeta un gran sobre lleno de fotografías y recortes de periódicos que desparramó sobre la mesa de la casa. Cuentan los antiguos que en un momento se detuvieron los cometas y los ríos, son millonésimas de segundos en la voz de la campana y se escuchó entonces al corazón fantasma abrir un verde ronroneo. Ante tamañas fantasías el rostro de Anticheo con su arrugado de serpiente de la santa maría se contrajo aún más. Dicen los que saben de amuletos, de cosas y de casas del zodiaco que aquello simplemente son las líneas electrizadas de la muerte porque los talismanes están dotados de poderes mágicos excepcionales y en muchos casos llevan dibujadas extrañas figuras escritas con significados ocultos o letras grabadas que encierran simbolismos cabalísticos. El más célebre de todos ellos es el denominado “Talismán de
La lluvia es tremendamente demoledora con su masa de agua que interrumpe la existencia de los olvidados pájaros negros y de los lloriqueos musicales de los quinquercahue mapuches que añoran la ternura de Raginhuenu-ñuque nuestra madre de lo alto del cielo. Cada gota millones y trillones de gotas son una viva burbuja que brinca con fuerza creando hoyos inexistentes y las piedras lavadas con sangre parecían gemir su destino. El hacedor de lluvia recoge denuevo agua en las manos y la esparce en todas direcciones con el fin de lograr que continúe más lluvia detrás. De pronto... si, de pronto escuchó de lejos aquellos sonidos escalofriantes: “tru-tru / truu-truu / truuu-truuu / truuuu-truuuu” y levantando sus orejas se dio cuenta que se trataba del aviso de una trutruka y que luego se fue haciendo invisible entre la sordina de la trompeta y la despedida del viento helado... aquellos extraños ladridos que lleva y trae la ventisca pertenecen a un perro quizá sean tres o cuatro, casi una jauría y el miedo de inmediato hizo presa de Anticheo y entonces su lustrosa piel se endureció como cajón de mueble. El quiere de cualquier forma interpretar sus energías que afloran de sus huesos rescatando su vida de inmediato o en el derrumbe que se aproxima perderá otra vez todos sus sueños y entonces las arañas del valle del Indo con el símbolo de la ilusión y del orden tejerán el mundo somático y sensitivo rehaciendo y fabricando sus redes asociadas al paradigma solar cuando envía hacia los mortales sus propios rayos...Su pequeño hijo en estos instantes logra dormirse en sus brazos y él observa en el espacio como los átomos de vida se van unificando alrededor de un aúrea supersticioso y Millaray su mujer mirándolo ciegamente y ella escruta sus recuerdos cuando de pequeña navegaba en el Caleuche entre la neblina de los mares del sur visitando las ciudades del fondo marino y el puerto de Quicaví en donde se encuentra
Esa noche de plenilunio en Lota mi otro hijo enfermó de algo, mi vecino me trajo una cataplasma de bosta caliente de vaca que sirvió por un rato, quizá fueron ahogos, no sé, y rápidamente tuve que llevarlo a la posta de la mina. Salí a la calle en seguida en busca de ayuda, pero nadie parecía dispuesto a creerme y sentí al dios del trueno de
Llueve y llueve y divisa una mar gruesa sin ganas de parar. Anticheo sabe que la lluvia del cielo fertiliza la tierra y esto es lo que saca a la luz la leyenda griega de Danae. Encerrada por su padre en una cámara subterránea de bronce para que no corra peligro de tener un hijo, recibe la visita de Zeus, en forma de lluvia de oro que penetra por una grieta del techo y de la que ella se deja impregnar. Huele él que la tierra isleña gusta a humo o rojo lacre, en la huella el aguacero no amaina para nada, hace varios días que llueve demasiado y el barro de la tierra absorbía el furioso abismo y entonces el cerró la puerta del laberinto.Así, vecino, le cuento mi encuentro fantástico con un pirata que lleva un catalejo y cosas raras en sus ropas, altiro supe por las fotos del diario: se trata del gringo Francis Drake, corsario de
Mi madre me acompaña en dos piezas de una pensión de mala muerte en una calle esquina de la ciudad de Coronel circunvalada por una cintura de pastelones sueltos, agua y barro. Tantas calamidades que puede sufrir un ser humano. En un bar en el barrio Lo Rojas en donde las mujeres salían sin aliento tuve que enfrentarme a un tipo que manoseó a
En el pique famoso por lo que cuenta el lotino Baldomero Lillo lo peor son las noches de acuarelas con sus pigmentos mágicos que nunca acaban para los brujos o electricistas o el corredor de fuego cuidando la seguridad del chiflón o el disparador que prepara y hace los tiros de dinamita para soltar el carbón de la veta o los enganchadores que fijan cada carro en movimiento a los sinfín y winches evitándose que por la pendiente se suelten los carros y se produzca una catástrofe. El agua goteando sobre la techumbre de hierro, las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra de las hendiduras y partes de la roca una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto. El tiempo fílmico va transcurriendo con la policromía de los pinceles en las pequeñas vagonetas que transportan el carbón de piedra desde el fondo de la mina. He cerrado los ojos para meditar por el mundo en decadencia; tal vez esos nobles brutos que son los caballos que transportan el mineral en pequeños carros hasta los ascensores sean seres vivientes más auténticos porque en la oscuridad aprenden a orientarse como los ciegos. Casi sin notarlo, voy perdiendo el control de mis propios pensamientos. En un lugar oscuro la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias, en mi interior terriblemente desde el infierno, empiezan a emerger algunas imágenes en perspectivas surrealistas atrapando libros o revistas de siglos antiguos con sus sangrientos pellejos; también retratos de sepia con rostros macilentos y estilizados de barreteros extrayendo el carbón con su pico, martillo y barreta o el paco que vigila el tránsito de los convoyes en las vías principales o el sastre que cambia las vigas quebradas o el que grita la llegada del viento negro; todos son paisajes murales con texturas gruesas como repujados en cobre.Ahora oigo el maldito oleaje del mar entre el siniestro polvillo del carbón que se embebe todos mis mosaicos y energías y entonces con la poruña de asta de buey me saco el sudor del cuerpo, en seguida me arrincono en algún lugar para almorzar con mi manche de queso y carne junto a mi charra con café caliente. El paisaje que se ofrecía entonces era horriblemente feo y pintoresco. De pronto llega el rumor sigiloso de extraños pasos, quizá sea el turno del herramientero acarreando sus instrumentos o algún lamparero llevando una lámpara arreglada o quizá sea el engrasador que está lubricando las poleas y rolletes de las maquinarias,sin embargo algo me dice lo contrario gritándoles al Culebra y al Pejerrey que tengan mucho cuidado y que avisen a los demás porque en estos instantes percibo por el foco relumbrante del casco una respiración burlona y un par de impresionantes colmillos casi relucientes del mismísimo Pata de Hilos, entonces, en un intento por defender mi sueño y mi integridad física me santiguo varias veces con ají seco colorado y en una esquina echo ruda en una bolsita roja con tres cogollos de ajenjo y tres palos de palqui y luego cierro de inmediato la puerta de mi casa sin echar ni un fino rayo de luz, ni siquiera el hilo de una araña...
Recuerdo cuando la abuela con una sonrisa de oreja a oreja y mostrando una gran satisfacción cerró la puerta metálica con llave y agregó dos candados chinos con clave, además echó un montón de lagrimeos y gritos porque según ella le había llegado la hora de la muerte por haber desafiado a don Sata a decir la verdad y no seguir engañando a los mineros con su blábláblá de tesoros ocultos o de mujeres hermosas para un fin de semana. La abuela Zoila con todo su barullo se parecía a
Ese refulgente día en la mañana Anticheo empezó a recordar con bastante esfuerzo que había caído a una profunda zanja del camino. Todavía se le presentan pesadillas en su pelambrera. Quizá esto sea producto del clima misterioso de la isla que todo lo envuelve con los chorros de nubes grises, el canto de las aves, los destellos pictóricos de los botes, la carreta de bueyes, los tractores con sus carros de arrastre, los caballos pastando, las risas de las mujeres o el silbido del muchacho y el ulular de la ventisca que va cortando los brazos infinitos y ondulantes del mar oceánico. Sin moverse desde hace muchísimas horas no atina a explicarse si todo fue resultado de un largo sueño o quizá fue el laberinto fenicio que trae las almas de los muertos para que canten la llegada de otro amanecer.Cada segundo que pasa parece demostrar algo maravilloso del islote. Ahora se enfrenta a sí mismo cara a cara con el más allá como si fuese una figura resecada por el fuego y los siglos. Atisba en su memoria con algo de ironía cuando creyó ver platillos voladores en las primeras hotras de la mañana de un jueves, aquellos objetos voladores no identificados eran en realidad dos helicópteros que traían a varios arqueólogos y antropólogos para ubicar lugares de conchales y estudiar así a los primeros aborígenes que poblaron la isla a través de sus instrumentos y artesanías obteniendo con el sistema de carbono 14 la data aproximada de su antigüedad. Denuevo tropiezan sus ojos con los muros carcelarios y el metro cuadrado de cerveza.
Mucho tiempo después oyó varias voces desordenadas, ruido de zapatos y un fino murmullo de cuerpos hasta que divisó unas cuerdas de donde bajaban a un bombero. Sudando bastante éste tuvo trabajo en acomodarlo para posteriormente subirlo con la ayuda de varios isleños. Como dato ilustrativo para muchos habitantes del villorrio ese había sido el lugar exacto del antiguo Penal de
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2666 en escena
Voy a decirlo ya de entrada, no vaya a ser que después se me acaben los adjetivos o me atragante con ellos: lo que pude ver el viernes por la noche en el Teatre Lliure de Barcelona fue casi magistral, y diría que fue unos de esos momentos (largos, más de cinco horas) en que la genialidad se expresa ante uno al desnudo, mediante imágenes, voces y silencio. Escribo tras un recomendable reposo de un par de noches, por si acaso mi opinión más inmediata, a la salida del teatro, pudiera ser tamizada luego por la objetividad que da el tiempo, implacable para acabar situando a cada uno y a cada cosa en su sitio. Nada que hacer: lo que fue destello el viernes sigue siendo puro recuerdo de belleza el domingo.
Este montaje de Àlex Rigola y Pablo Ley es lo más importante que ha pasado por la escena catalana (entiéndase: con director y actores catalanes) en la última década, y detengo mi ansia para no retroceder más atrás. Sólo soy capaz de compararlo con una obra que vi hace ya doce años en el Festival Grec 95 dirigida por el gran Robert Lepage, Les sept branches de la rivière Ota, que también Marcos Ordóñez ha recordado en su crítica de Babelia (paréntesis necesario: Ordóñez, este Echevarría de la crítica teatral, es una de las perlas semanales de Babelia, y aunque ustedes no frecuenten los teatros no dejen de leer su columna). Sin duda, Lepage todavía está unos pasos más allá de Rigola, pero a nivel de la escena catalana, repito, no hay comparación posible con este inmenso e infrecuente 2666.
Vaya por delante que llegué a las puertas del Lliure todavía con dudas, porque yo no he leído aún la novela y sabía que la obra me destriparía el argumento por completo. Como ya saben los sufridos lectores del blog, después de cuatro obra leídas de Bolaño sigo a mi ritmo, dejando para el final los platos fuertes que además, cronológicamente, también son los últimos. Pero qué caray: llego a Barcelona después de 70 horas de viaje, trabajo como un poseso toda la semana, paso frío, me duele la rodilla derecha ¿y no voy a ir a ver 2666 en esta probablemente única oportunidad? 20:00 horas, primera fila y a gozar.
La obra se divide, como la novela, en cinco partes y entre ellas se producen pausas de diez minutos. Como Rigola avisa en el programa de mano, "hemos intentado traspasar al espectáculo el espíritu de la novela, lo que no es del todo malo porque si después alguien la quiere leer comprobará que la gran cantidad de información y de historias que hemos dejado de lado convierten esta empresa en utópica, y que su espíritu radica en un todo y no en sus partes o fragmentos". Queda claro que se trata de una selección de momentos de la novela con la voluntad de ofrecer una aproximación al universo Bolaño y la primera parte, la de los críticos, ya expresa claramente la fórmula utilizada por el director: en un espacio casi minimalista aparecen los personajes que buscan a un tal Archimboldi, pero en vez de mantener diálogos o conversaciones a tres o cuatro bandas se dedican a recitar fragmentos de la novela, hablando el uno del otro en tercera persona. Se trata de mantenerse fiel al libro, evitando crear conversaciones ficticias no escritas expresamente por Bolaño. El efecto resultante es un acierto completo: al espectador le cuentan una historia como si fuera un largo cuento para adultos, y el secreto está también en la magnífica interpretación del elenco del Lliure, que facilita que sigamos el hilo de un argumento denso y metaliterario, de gente que escribe y habla sobre gente que escribe. En una pizarra acrílica los personajes van anotando durante la escena los nombres, los lugares y las características de Archimboldi, por dónde pasó y con quién se relacionaba. Esta búsqueda me llevó a pensar en Estrella distante, otra investigación literaria en pos de Carlos Wieder, que a su vez remite al episodio de Ramírez Hoffman en La literatura nazi en América: las relaciones complejas que ya se han ido desgranando aquí y en otros blogs.
La segunda parte es la más poética de las cinco: ya estamos en Santa Teresa, frente a un decorado por el que se intuye la cercanía del desierto. Amalfitano y su hija cuentan su propia historia familiar y conversan con una pareja de mexicanos chulescos y amenazantes. Pero aquí hay mucha presencia de lo onírico, como si sobre toda la escena planeara una irrealidad permanente pese a los tragos de Tequila y el olor de la pólvora. Es el inicio del descenso a los infiernos, que anticipa que lo peor está por venir. Es interesante la radicalidad del cambio argumental, desde un inicio intelectualizado que lo acerca también a las novelas de Vila-Matas hasta el hueco que se va abriendo para que entren los hedores de la violencia: es quizá este terreno todavía transfronterizo el que permite que la poesía aparezca en todo su esplendor, incluso cuando la absurda llegada de un Boris Yeltsin carnavalesco se transforma en un momento de suave y cuidada ironía.
La parte de Fate suelta el embrague y nos ofrece al Rigola más conocido, capaz de hacer bailar a sus actores al ritmo de la gasolina de Daddy Yankee y al mismo tiempo crear imágenes corales de un preciosismo brutal, como la que ilustra el programa de mano: un boxeador dando derechazos a la cabeza de un hombre colgado del techo, una joven masturbándose entre el delirio de sus compinches, periodistas deportivos que indagan sobre feminicidios en la ciudad, prostitutas y borrachos: no hay tregua en esta parte. Prácticamente todo el tiempo la escena se sitúa en un cubículo asfixiante, donde los actores se mueven sin espacio pero, paradójicamente, con una soltura y un individualismo que les impide interactuar en la realidad: es el sálvese quien pueda, el taparse los ojos y caminar hasta donde nos lleve la corriente.
La cuarta parte, la de los crímenes, quizá encierra el único gran error de toda la obra, de ahí el casi magistral del inicio. Es una impresión muy personal, sin duda, y no noté esa noche que fuera demasiado compartida por mis vecinos de butaca. Los primeros quince minutos todavía mantienen el aliento limpio: un cadáver en medio del desierto y unos policías corruptos y perdonavidas que pasean a su alrededor. Los pinches y los güeys van y vienen a lo largo de los diálogos y se nos informa de la realidad de lo que ocurre en Santa Teresa / Ciudad Juárez. Y llega el éxtasis en forma de diez minutos que hubieran podido recuperar, con más fuerza si cabe, la poética ya diseminada hasta aquí pero que se convierten en la escena más discutible de todo el montaje: mientras en el fondo del escenario se proyecta el listado de mujeres víctimas de la violencia masculina, con nombres y edad, el cadáver sanguinolento recupera el aliento pero sólo para mostrar el sufrimiento de sus últimos minutos en vida: se retuerce y grita mientras imaginamos que la muchacha va siendo apaleada, golpeada y violada por quién sabe cuántos hombres. Es una patada al estómago del espectador en toda regla, una imaginería tan evidente que rompe la contención mantenida por Rigola hasta aquí. Ya sé, porque uno es moderno y lee blogs, que esas páginas de Bolaño incluyen descripciones aberrantes, pero traspasar esto al teatro implica tomar una decisión: o lo pongo en imagen o sólo dejo pistas. Rigola ha optado, durante diez minutos, por poner negro sobre blanco y salpicarnos con la sangre, pero más que eso, obligarnos a escuchar durante un lapso interminable los gritos desgarrados de la víctima. Poco después van saliendo los actores a depositar cruces de madera a lo largo y ancho del escenario, y es imposible mantener los ojos secos: se ha logrado, claro que sí, impresionar al espectador, pero a un precio muy alto. Todavía hay una coda para rematar la tarea: de nuevo frente al cadáver, los policías van desgranando con el rostro impasible una ristra de frases machistas y nauseabundas, y cuando cae el telón hay un silencio en la grada que se corta con cuchillo. Digo, pues, que a mi modo de ver es un error esta solución visceral, pero no puedo negar que el efecto es demoledor y que no hay nadie en su sano juicio que pueda salir de esta cuarta parte con el cuerpo en reposo y la mente relajada.
La última parte vuelve a situarnos frente al grandísimo teatro: el encuentro de Archimboldi es un regreso al inicio de la obra y al placer de contar y que nos cuenten historias, por mucho que a estas alturas ya llevemos más de cuatro horas de escenas. Aparecen también otras obsesiones de Bolaño repartidas por su bibliografía: los nazis y la guerra, el sufrimiento, la literatura como forma de vida, las apariciones y desapariciones, el azar, la dignidad. En un escenario que hubiera firmado el mismísimo Peter Brook, una cinta corrediza ejemplifica el paso del tiempo y la metáfora del transcurrir de nuestras vidas, mientras al fondo se proyectan imágenes del desgraciado siglo XX. El círculo se va cerrando, y aunque ya sabemos dónde está Archimboldi nadie parece ser quien dice que es. La imagen final es soberbia, como casi todo ya: Archimboldi corre cada vez más rápido por la cinta hacia ninguna parte, pero adelante, siempre adelante, huyendo de esta vana realidad que también es capaz de lo peor, de los crímenes más horrendos a la vez que la literatura busca su espacio en el mundo, su sentido, su razón de ser. Telón.
Salen los actores cuatro veces a saludar, demasiado poco para esta maravilla. Tampoco escucho bravos, probablemente porque es la una y media de la madrugada y nuestro estómago todavía sufre los embates de la cuarta parte. ¿Cómo gritarle bravo a la evidencia del mal absoluto? Pero hay sensación de que algo grande ha ocurrido mientras la foto de Roberto Bolaño se proyecta al fondo, y me sobrecojo.
Háganse un favor espléndido: 2666 todavía está en cartel hasta el día 25 (el espectáculo completo se ofrecerá de jueves a domingo). Los vuelos en España y en Europa están baratos, vengan a Barcelona y no se pierdan este espectáculo. La obra girará en el 2008 a Sevilla y Málaga (febrero) y a Las Palmas y Granada (marzo). Están avisados, y todavía hay entradas.
Publicado por JacoboDeza a las 9:40 AM 6 huellas en la senda
Etiquetas: Roberto Bolaño
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viernes, 20 de marzo de 2009
Una madre
James Joyce
El señor Holohan, vicesecretario de la sociedad Eire Abu, se paseó un mes por todo Dublín con las manos y los bolsillos atiborrados de papelitos sucios, arreglando lo de la serie de conciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lo llamaban Aúpa Holohan. Anduvo para arriba y para abajo sin parar y se pasó horas enteras en una esquina discutiendo el asunto y tomando notas; pero al final fue la señora Kearney quien tuvo que resolverlo todo.
La señorita Devlin se transformó en la señora Keamey por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos, donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento y poco flexible de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su talento musical. Se sentó a esperar a que viniera un pretendiente capaz de desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la lengua, les tapó la boca casándose con el señor Keamey, un botinero de la explanada de Ormond.
Era mucho mayor que ella. Su conversación adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa. Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio la señora Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:
-El bueno de mi marido nos manda a veranear unas semanas a Skerries.
Y si no era a Skerries era a Howth o a Greystones.
Cuando el Despertar Irlandés comenzó a mostrarse digno de atención, la señora Kearney determinó sacar partido al nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa. Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales, cuando el señor Kearney iba con su familia a las reuniones procatedral, un grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de la calle Catedral. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano, todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés. Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. La señora Kearney se sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día el señor Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.
Como el señor Holohan era novato en cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de programas, la señora Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían llevar el nombre en mayúsculas y qué artistas debían ir en letras pequeñas. Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete del señor Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre viejos favoritos. El señor Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:
-Vamos, ¡sírvase usted, señor Holohan!
Y si él se servía, añadía ella:
-¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!
Todo salió a pedir de boca. la señora Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero hay ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.
Los conciertos tendrían lugar miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando la señora Kearney llegó con su hija a las Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas, holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no, faltaban veinte minutos para las ocho.
En el camerino, detrás del escenario, le presentaron al secretario de la Sociedad, el señor Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado. Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. El señor Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que empezara la función. El señor Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo al público, para decirles:
-Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo que es mejor que empiece la fiesta.
La señora Kearney recompensó su vulgarísima expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija para animarla:
-¿Estás lista, tesoro?
Cuando tuvo la oportunidad llamó al señor Holohan aparte y le preguntó qué significaba aquello. El señor Holohan le respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados.
-¡Y con qué artistas! -dijo la señora Kearney-. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.
El señor Holohan admitió que los artistas eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado. La señora Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de aquello y la estúpida sonrisa del señor Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa corriendo.
El concierto del jueves tuvo mejor concurrencia, pero la señora Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el concierto fuera un último ensayo informal. El señor Fitzpatrick parecía divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que la señora Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda la señora Kearney se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó al señor Holohan. Lo pescó mientras iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era cierto. Sí, era cierto.
-Pero, naturalmente, eso no altera el contrato -dijo ella-. El contrato es por cuatro conciertos.
El señor Holohan parecía estar apurado; le aconsejó que hablara con el señor Fitzpatrick. La señora Kearney comenzó a alarmarse entonces. Sacó al señor Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o no la Sociedad cuatro conciertos. El señor Fitzpatrick, que no se dio cuenta del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de la señora Kearney comenzó a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:
-¿Y quién es este convidé, hágame el favor?
Pero sabía que no era digno de una dama hacerlo: por eso se quedó callada.
El viernes por la mañana enviaron a unos chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. La señora Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro, inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasó revista a sus planes.
Vino la noche del gran concierto. La señora Kearney, con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. La señora Kearney dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando al señor Holohan y al señor Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada la señorita Beirne, a quien la señora Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. La señorita Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. La señora Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió:
-¡No, gracias!
La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo:
-¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe!
La señora Kearney tuvo que regresar al camerino.
Llegaban los artistas. El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, el señor Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en el Queen's Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. El señor Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio al señor Duggan se le acercó a preguntarle:
-¿Estás tú también en el programa?
-Sí -respondió el señor Duggan.
El señor Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:
-¡Chócala!
La señora Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, la señorita Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.
-Me pregunto de dónde la sacaron -dijo Kathleen a la señorita Healy-. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.
La señorita Healy tuvo que sonreír. El señor Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. El señor Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.
La señora Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos del señor Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.
-Señor Holohan -le dijo-, quiero hablar con usted un momento.
Se fueron a un extremo discreto del corredor. La señora Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. El señor Holohan dijo que ya se encargaría de ello el señor Fitzpatrick. La señora Kearney dijo que ella no sabía nada del señor Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. El señor Holohan dijo que eso no era asunto suyo.
-¿Por qué no es asunto suyo? -le preguntó la señora Kearney-. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.
-Más vale que hable con el señor Fitzpatrick -dijo el señor Holohan, remoto.
-A mí no me interesa su señor Fitzpatrick para nada -repitió la señora Kearney-. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.
Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con la señorita Healy y el barítono. Eran un enviado del Freeman y el señor O'Madden Burke. El enviado del Freeman había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. La señorita Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.
-O'Madden Burke va a escribir la nota -le explicó al señor Holohan-, y yo me ocupo de que la metan.
-Muchísimas gracias, señor Hendrick -dijo el señor Holohan-. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?
-No estaría mal -dijo el señor Hendrick.
Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era el señor O'Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.
Mientras el señor Holohan convidaba al enviado del Freeman, la señora Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había hecho tensa. El señor Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, era evidente. El señor Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras la señora Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y la señorita Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero el señor Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.
El señor Holohan y el señor O'Madden Burke entraron al camerino. En un instante el señor Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a la señora Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. El señor Holohan estaba rojo y excitadísimo. Habló con volubilidad, pero la señora Kearney repetía cortante, a intervalos:
-Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.
El señor Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió al señor Kearney y a Kathleen. Pero el señor Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. la señora Kearney repetía:
-No saldrá si no se le paga.
Después de un breve combate verbal, el señor Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, la señorita Healy le dijo al barítono:
-¿Vio usted a la señora Pat Campbell esta semana?
El barítono no la había visto, pero le habían dicho que había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia la señora Kearney.
El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando el señor Fitzpatrick entró al camerino, seguido por el señor Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. El señor Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de la señora Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. La señora Kearney dijo:
-Faltan cuatro chelines.
Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: Vamos, el señor Bell, al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.
La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.
En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba el señor Holohan, el señor Fitzpatrick, la señorita Beirne, dos de los ujieres, el barítono, el bajo y el señor O'Madden Burke. El señor O'Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de la señora Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que la señora Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.
-Estoy de acuerdo con la señorita Beirne -dijo el señor O'Madden Burke-. De pagarle, nada.
En la otra esquina del cuarto estaban la señora Kearney y su marido, el señor Bell, la señorita Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. La señora Kearney decía que el comité la había tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.
Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a la señorita Healy. La señorita Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.
Tan pronto como terminó la primera parte, el señor Fitzpatrick y el señor Holohan se acercaron a la señora Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.
-No he visto a ese tal comité -dijo la señora Kearney, furiosa-. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.
-Me sorprende usted, señora Kearney -dijo el señor Holohan-. Nunca creí que nos trataría usted así.
-Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? -preguntó la señora Kearney.
Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.
-No exijo más que mis derechos -dijo ella.
-Debía usted tener un poco de decencia -dijo el señor Holohan.
-Debería yo, ¿de veras?... Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.
Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:
-Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.
-Yo creí que era usted una dama -dijo el señor Holohan, alejándose de ella, brusco.
Después de lo cual la conducta de la señora Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero la señorita Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. La señora Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:
-¡Busca un coche!
Salió él inmediatamente. La señora Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de el señor Holohan:
-Todavía no he terminado con usted -le dijo.
-Pues yo sí -respondió el señor Holohan.
Kathleen siguió, modosa, a su madre. El señor Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.
-¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! -dijo-. ¡Vaya que es agradable!
-Hiciste lo indicado, Holohan -dijo el señor O'Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.
FIN
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